Cuando tenía unos 20 años, dije que marcaría 1.000 goles. Hay una portada de la revista Placar donde digo: “Voy a hacer 1.000 goles”. Nadie puede decir que es suerte o casualidad, ¿no? Lo dije hace mucho. Es la esencia de Romario.
Recuerdo jugar al fútbol con mi padre junto a la vía del tren, al lado de nuestra casa en Jacarezinho. Yo de niño tenía asma y dormía mal. Como a veces no conseguía dormir por la noche, mi padre, para ver si ayudaba, me cogía de una mano y en la otra llevaba un balón para que jugásemos en las vías. Por aquel entonces, el balón ya lo era todo en mi vida. Jugábamos unos 10, 15 minutos y volvíamos a casa sobre las 11 o 12 de la noche… Y entonces dormía como un tronco.
Construir casas nunca fue un sacrificio para mí. Mi padre era tintorero en una fábrica de tintes, pero su sueldo no alcanzaba para mantenernos a mi hermano y a mi en los entrenamientos. Entonces mi padre tenía que hacer unos extras como albañil. Todos los fines de semana, le ayudábamos a construir casas en Vila da Penha, el barrio adonde nos mudamos cuando yo tenía cinco años. Rellenábamos forjados, cargábamos ladrillos, bloques de hormigón, cemento, esas cosas. Dos críos haciendo un trabajo duro, pero lo hacíamos con ilusión, porque sabíamos que aquello era para nuestro propio bien, que nos ayudaría a jugar al fútbol. Y de verdad, trabajábamos con placer. Mientras nuestro padre construía una casa, nosotros construíamos nuestro sueño.
Mi padre tenía cinco mandamientos. No hacer volar cometas. No beber vino. No tomar drogas. No dejar que nadie te joda. Y, al estrechar la mano de alguien, agarrarla firme y mirarle a los ojos. ¿Si los he seguido todos? Amén.
Siempre me he considerado el mejor. Con eso quiero decir el mejor rematador. Si es imposible rematar, paso el balón a otro. Si es casi imposible, intento rematar. Así es la lógica: si soy el mejor, soy el que tiene el deber de dejar sentenciado el partido, no un compañero, ¿entiendes? Porque era lo mejor para el equipo. Es como en el baloncesto, cuando tienes que hacer una canasta de tres puntos en los últimos segundos. ¿A quién entregas el balón? A Michael Jordan.
¿Si yo sentía la presión? Joder, me encantaba la presión… Cuando los futbolistas recibían el balón justo delante del portero, la portería se hacía pequeña. Cuando el balón llegaba a mis pies, la portería crecía.
Pongamos que ya he marcado cuatro goles. En mi cabeza, la próxima oportunidad era siempre la última, sin importar como estaba el marcador. Estuve la mayor parte de mi carrera tratando de aprovechar ese último balón.
Jamás participaba activamente durante los 90 minutos del partido. Los defensas hasta se relajaban un poco: “Déjalo, que está tranquilo…” Pero el estar tranquilo era una estrategia. “Vamos a olvidarlo...”. Y era entonces cuando yo aparecía, sin hacer mucho alarde. Cuanto más me daban por muerto, más letal me volvía.
Dunga tenía razón. Cuando yo jugaba con el Vasco y el equipo no iba bien, Tita y Roberto Dinamite decidieron que yo, el más joven, tenía que correr en su lugar. Esos tíos tenían mucha experiencia, eran leyendas en el club… Creían que podían hacer lo que les diera la gana. ¡Pero ellos no estaban marcando goles! Así que yo dije: “Oye, corro por el equipo y así está bien Basta con mirar quien es el máximo goleador del equipo”. Me parece que ellos todavía refunfuñaban cuando Dunga pidió la palabra: “Oye, si os referís a Romário, podéis exigirme a mí, que a partir de hoy corro en su lugar. Dejadlo que marque los goles, ¿vale?”. Fue exactamente lo que pasó. Dunga era un tío inteligente. A diferencia de otros…
En Holanda fue jodido. Cuando fui al PSV, tenía 22 años y jamás había vivido fuera de Río. Yo, un auténtico carioca, acostumbrado a frecuentar la playa de Ramos, la isla del Gobernador, Copacabana, Barra da Tijuca... Jugaba al fútbol en la calle. De repente, estaba en un lugar oscuro y frío. Hombre, una vez llegó a -17 grados. ¡¡Menos diecisiete!! ¿Cómo iba alguien a criticarme por no entrenar? Una vez, estuve tres días sin salir de mi puta casa. Los tíos se preocuparon. Llamaron a mi puerta y no contesté. ¡Si estaba hibernando, tronco!
Ha valido la pena, porque por cada real que yo ganaba en Brasil, cobraba 4.000 allá. La diferencia era esa. Siempre que dejaba de sentir los dedos de los pies por el frío, me acordaba de cuando estaba llenando forjados con mi padre para hacerme futbolista. ¿¿Iba a desistir de mi sueño solo porque hacía frío?? Y fue así como lo superé. Al final, compré una casa para mi familia en Jacarepaguá, con chófer y todo. Para mí, fue una gran victoria.
Siempre le estaré agradecido al PSV. Hay que dejarlo muy claro. Estuve casi cinco años allá y ese período cambió mi vida. Pero yo tenía que salir. Que el Barça es el Barça, ¿eh?
Cruyff se convirtió en uno de mis mayores amigos en el fútbol. Fue mi mejor entrenador, sin duda. Cuando me trasladé al Barcelona, yo quería el número 11, mi preferido. Pero Cruyff me dio el 10. Le dije: “Mister, es un gran honor llevar el 10, pero prefiero el 11”. Todo el mundo quiere el 10, ¿verdad? ¡Por primera vez fui humilde! Y Cruyff dijo “no”. Me quedé en plan: “Joder, hermano, ¡estoy renunciando al 10! ¿Por qué no?”. Y él me explicó: “Porque en mi equipo el mejor siempre juega con el 10”. El tío te suelta eso… ¿Qué vas a decirle? Tenía que quedarme con el10 para siempre.
Si lo quisiera, todavía habría podido jugar con nosotros. Porque él lograba hacer todo cuanto pedía a los jugadores. Nadie me lo contó, no. Lo vi con mis propios ojos. “Mister, ¿estás de broma? Eso no se puede hacer, es imposible”. Y Cruyff decía: “Ah, ¿ no se puede?”. Cogía del balón y lo hacía: "¿Lo ves?". Era el mejor. En su cabeza, todo era fácil, todo era sencillo de hacer. Pero él entendía hasta qué punto cada uno podía llegar. Puedes practicar toda tu vida, pero si no tienes el don, será mucho más difícil.
Nunca que me habrían llamado para el Mundial de 1994. Esa es la verdad. Se esperaba que Brasil se clasificara con facilidad, y, como me había enemistado con la comisión técnica, ellos jamás me habrían aceptado. Pero en aquel partido decisivo contra Uruguay teníamos que ganar o empatar para que Brasil se clasificara. Los entrenadores sabían que, si perdían, prácticamente tendrían que abandonar el país. ¿Qué hicieron entonces? Tuvieron que llamarme de vuelta. Y no sentí la presión. Estaba allá para pasarlo bien, ¿sabes? Para enseñarles a aquellos hijos de puta de la comisión técnica que ellos tenían que haberme llamado antes. “Vaya, que cuando se acabe eso, voy a tener que echarles un rapapolvo a esos mierdas”. Era más o menos eso. Pregúntale a cualquiera que haya estado en el Maracaná aquel día y te dirá que fue quizás el partido más impresionante que ha jugado nunca un futbolista, especialmente con la camiseta de la selección de Brasil. En una escala del 1 al 10, saqué un 11.
Hice una promesa a Ricardo Rocha. Dos caños, dos vaselinas y dos goles. Al final de la primera parte, alguien gritó desde el banquillo: “¿Y los dos goles?”. Le contesté: “Tranquilo, hombre. Todo a su tiempo”.
Siempre dije que ganaríamos el Mundial y que, si no lo ganáramos, sería por mi culpa. Sabía que nuestro equipo era bueno, confiaba en el grupo y estaba convencido de que jugaría el torneo de mi vida. Es básicamente eso.
¿La discusión sobre el premio? Hice sencillamente lo que era mejor para todos. En 1990, tuvimos problemas con el reparto del dinero de un patrocinador, lo cual perjudicó nuestra concentración en el Mundial. Y en 1994 querían dar más a unas personas que a otras. Yo no lo veía correcto. Entonces propuse que todos cobrasen lo mismo –y todos significa todos–. Romário, el pichichi, cobraría lo mismo que el cocinero (nada en contra del cocinero, desde luego, es solo un ejemplo). Tuvimos una reunión, y la mayoría de los jugadores votó a favor de mi propuesta. De repente, todos sentimos que estábamos en el mismo barco. A partir de ese momento, la selección se fortaleció.
Prefiero ser feliz a ser rico. O más rico, en mi caso. Cuando volví a Brasil después del Mundial, no tenía claro el verdadero poder de ser campeón mundial… Sentir eso… El calor del pueblo brasileño, los pies en la arena, tanta diversión… Llevaba tanto tiempo lejos de Río que me había olvidado de cómo me encantaba todo aquello. Por eso volví a España con dos semanas de retraso. Cuando el Flamengo quiso contratarme, al final de aquel año, tuve que preguntarme: ¿qué quiero de verdad? Financieramente no era la mejor propuesta, pese a que me ofrecían el mayor contrato ya visto en Brasil. Tenía 29 años, podría ganar mucho dinero más si firmaba por otros tres años con el Barcelona. Era la superestrella del Dream Team. Si pones el dinero en la balanza en esos momentos, no hay comparación. Pero en Río yo estaría cerca de mis padres, de mi hermano, de mis hijos, de mis amigos, de mi playa, mi funk, mi hip-hop, mi sol, mi Barra da Tijuca… Sé que a los otros mi decisión les pareció rara, pero para mí fue lo mejor que podría pasar.
Después de los 35 años, dejé de preocuparme con jugar bien. Solo quería llegar a los 1.000 goles. La gente dice que yo no entrenaba. Repito: entrenaba, pero de una manera diferente. Otros jugadores pueden hacer 70 vueltas al campo o correr siete kilómetros. Yo chutaba 70 veces a portería. Hacía un entrenamiento específico para lo que me tocaba hacer en el campo. Lo mío era entrenar remates para aprovechar todas las oportunidades que tuviese. Nadie se vuelve el mejor sin practicar, ni siquiera yo. Fíjate en cualquier genio natural del deporte… Te puedo garantizar que todos ellos practicaron mucho.
La gente dice: “Eras un egoísta…”. Por supuesto que no, hombre. Si marco un gol, gano yo, y mi equipo gana también. Es así.
¡Menuda epopeya fue el milésimo gol! Tenía 41 años, así que mi mente tenía que hacer el trabajo que mis piernas se negaban a hacer. Tenía que pensar: ¿adónde voy a correr? ¿Cómo voy a escapar de ese defensa tan grande? ¿Ves lo que quiero decir? ¡Era un cansancio doble, hermano! Mi cabeza salía cansada después de los partidos.
Invité a amigos de todo el mundo para ver mi milésimo gol. Hubo quien viniese de Holanda, de Australia, de Miami. Asistieron a un partido, pero no marqué. Entonces vieron otro, y otro... Tres partidos y el puto gol 1.000 no salía. Para un jugador como yo, eso era una eternidad. Todo el mundo se preparó para esa grande fiesta, pero al final ya estaban en plan: “Vaya, hermano, ¡marca ya el puto gol!”.
¿Qué hago yo después de marcar 1.000 goles? La fiesta no duraría para siempre. Hacía falta un nuevo objetivo. Y, en el fútbol, no me había quedado mucha cosa por conquistar.
Todos somos políticos. Todos nosotros discutimos y negociamos a diario. Cuando llegué al Congreso Nacional, enfrenté los mismos problemas que tuve como jugador, porque también en el fútbol uno hace política. Las peleas con entrenadores, dirigentes y presidentes fueron todas a causa de mi autenticidad. El fútbol nunca ha tolerado a personas como yo. Y mucho menos hoy. Si no fuera tan sincero y directo, podría haber ido a dos Mundiales y a dos Juegos Olímpicos más. Pero ese es el precio que tuve que pagar por ser yo mismo.
Me metí en política para luchar por personas como Ivy. Hace 16 años, mi sexta hija nació con síndrome de Down. Es un ángel que el papá del cielo me envió. Antes de que naciera ella, yo simplemente no veía a las personas que tuviesen algún tipo de deficiencia o enfermedad rara. No seamos hipócritas: no me fijaba en los problemas que ellas enfrentaban. Ivy me hizo darme cuenta de que necesitaban ayuda y tenían pocos representantes en la política. Ahora soy conocido por defender a esas personas, especialmente las que son menos favorecidas. Tienen el mismo derecho que nosotros a formar parte de la sociedad.
Cuando nació Ivy, muchos amigos míos empezaron a contarme sobre personas en sus familias que también tenían enfermedades raras. Nunca compartían eso con nadie, pero ahora estaban dando la cara. Me hace muy feliz haber ayudado a las personas a hablar sobre eso. ¿Qué hay que esconder? Por Ivy nunca he sentido nada que no fuera orgullo.
¿Si me arrepiento de algo? Hombre, te lo voy a decir, ya he sido de todo: chulo, presumido, gilipollas, cabrón... La lista es larga. Pero tienes que juzgar cada acción según el momento en que pasó. Yo era un tipo distinto antes, y el mundo del fútbol era un lugar distinto. He venido de la nada. Tuve que luchar mucho para llegar a la cima, y acabé exteriorizando todas mis emociones. Todo lo que he hecho, de bueno o de malo, ha sido con el corazón.
¿Si lo haría todo otra vez? Sí. Pero el tiempo pasa para todos, ¿eh? Mañana cumplo 56 años. Estoy más calmado. Probablemente haría las mismas cosas, pero de una manera diferente. Es la verdad.
De nuevo, nadie es perfecto. No hemos sido hechos para serlo. Y agradezco a Dios por eso.**Republicación The Player Tribune
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